La mejor voluntad, de Jane Smiley
En una finca a las afueras de Moreton,
Pensilvania, Bob y Liz Miller han construido una feliz familia junto a su
pequeño hijo Tom. Lo han hecho con esfuerzo y tenacidad, logrando en muchos
aspectos ser autosuficientes. Cultivan sus propias hortalizas, y han plantado los
árboles frutales que los abastecen invierno y verano. También crían a los
animales que luego los proveerán de carne para comer y vender: carneros y
pavos. Cardan su propia lana para abrigarse y construyen sus propios muebles.
No tienen electricidad, ni teléfonos, y el pequeño Tom no ve programas en la televisión.
Tampoco tienen automóvil y cuando requieren algo del pueblo van caminando, en
bicicleta o, si es invierno, sobre skyes. Mucha de la ropa la obtienen en las
tiendas de beneficencia o practican el trueque. Quieren, entre otras cosas, que
el dinero no sea central en sus vidas. No es una vida cómoda pero a cambio, se
sienten satisfechos, sobre todo Bob: “Cuando contemplo la habitación de mi
hijo, mi satisfacción viene de saber que he puesto aquí todo mi ser: no solo
las manos y el cerebro, sino mi simiente, y no solo mi simiente, sino las manos
y el cerebro también.”
Esta vida alternativa es, como bien lo expresaba
la periodista que publicó un reportaje sobre los Miller, “la expresión de unos
ideales que a menudo se ensalzan, pero casi nunca se llevan a la práctica”.
Quizás el desafío más importante lo tengan
con el pequeño Tom, que tiene problemas para canalizar la frustración, y la
envidia que siente ante sus compañeros de colegio. A sus cortos ocho años
todavía no es capaz de apreciar las cosas buenas del estilo de vida que llevan
sus padres, y sí todo lo que le falta. Incluso en un momento se desliza la
posibilidad de que haya en sus acciones cierto racismo hacia Annabel, una
compañera de colegio, racismo que habría aprendido de boca de profesores y
otros alumnos. En el colegio uno no siempre aprende cosas buenas.
¿Si el niño es envidioso, pirómano,
impulsivo; si todavía no ha aprendido a manejar su ira o frustración —o si nunca va a lograr encausarla—, acaso estos problemas de comportamiento no
habrían buscado cualquier otro modo de expresarse, pero expresarse al fin?
¿Qué valores nuestros, propios, y que han
mostrado ser contrarios al de la mayoría, debemos defender a como de lugar y
ante cuáles debemos darnos por vencidos y ser tolerantes?
¿Por qué deberíamos preservar aquellos que
decidimos que valían la pena?
¿Podemos criar hijos en una burbuja y luego
dejarlos libres para que traten de insertarse en una sociedad que tiene valores
tan distintos a los que les hemos inculcado?
¿Qué valores realmente inculcamos a nuestros
hijos? ¿Lo que creemos transmitir es lo que ellos realmente reciben?
Si ustedes me lo permiten, y sé que lo
hacen, para terminar me gustaría leer nuevamente el párrafo final, la derrota
llena de dignidad de Bob Miller:
“Liz y la psicóloga han elaborado un
programa destinado a la “recuperación”. Uno de los folletos que nos da la
psicóloga lo representa como una escalerilla, con un hombre subiendo por unos
peldaños con la leyenda “negación”, “ira”, “negociación” y demás. Yo estoy
perdiendo el tiempo debajo de todo, supongo. Pero me da la sensación de que lo
que quieren de mí es que construya un nuevo todo, igual que construí un todo
con mi familia, mi granja, mi tiempo; una burbuja, una obra de arte, una
expresión completa de todo mi ser. No, digo, pero solo para mí (la psicóloga
tiene potestad real en la custodia). Déjenos quedarnos con los fragmentos,
digo. Deje que pongamos el odio racial que se ha manifestado a través de
nosotros al lado de la añoranza que siento por Lydia Harris; la inocencia de
Tom al lado de su furia envidiosa; la tristeza de Liz por la granja al lado de
su florecimiento en el pueblo; mi necesidad de controlar y suministrar todo
elemento de la existencia de mi hijo al lado de nuestra custodia precaria; la
pobreza que ven los servicios sociales al lado de la riqueza que sé que fue
mía. Si se me permiten estas cosas, si no hay que construir ningún todo,
entonces me parece que podré vivir bastante bien en el pueblo y, aun así, de
vez en cuando, cerrar los ojos y sentir una brisa húmeda y templada subiendo
por el valle, oír el refregar y el mugir de los animales en el establo, oler el
aroma mezclado de manzanilla y rosa silvestre y estiércol caliente y herboso, y
recordar la paz inmensa e inhumana del raudal de estrellas que cubría el cielo
nocturno del valle, y también la paz humana y más pequeña, más cercana, pero no
demasiado, de las luces de Moreton salpicando la ladera de Snowy Top”.
***
La mejor
voluntad
Titulo original: Good Will
Traducción del inglés: Inga Pellisa
Editorial: SextoPiso
134 páginas.