Un puñado de cerezas, de Francisco Mouat
1
Antes de que “un puñado de cerezas” se
convirtiera en el título de un libro, esta es la imagen que hubiese venido a mi
mente al evocar esa frase: alguien me ofrece, con sus dos manos formando un
cuenco, un puñado de cerezas, rojas, rojísimas, jugosas y dulces. No pienso en
que pudieran estar ácidas o amargas, o en que pudieran tener trazas de
pesticidas; pienso en que quien las colectó lo hizo con sus propias manos, desde
su propio árbol, a su propio cuidado. Entonces, tomo una con mi mano, me la
llevo a la boca y me la como, luego tomo otra, y también me la como, y cuando
ya estoy satisfecha de tantas que he comido, me limpio con el dorso de mi mano el
resto de jugo que ha quedado alrededor de mi boca. En la imagen que me hago
puedo ser una niña o puedo ser la niña que aún vive dentro de la mujer en la
que me he convertido.
Pero cuando me entero de que el título del
libro es parte de un verso que proviene de un poema de Jorge Teillier que se
llama Estas palabras, el "puñado de cerezas" deja de
ser en mi imaginación fruta jugosa y se convierte en eso a lo que alude el
poema: palabras.
Estas palabras quieren ser
un puñado de cerezas,
un susurro —¿para quién? —
entre una y otra oscuridad.
Sí, un puñado de cerezas,
un susurro —¿para quién? —
entre una y otra oscuridad.
"Estas palabras quieren ser un puñado
de cerezas". Entonces pienso en el libro como palabras. Palabras que son
un susurro. ¿Para quién?, me pregunto. Para quien las lea entre esta una y otra
oscuridad, me contesto. Pienso en que son palabras generosas porque permiten
que el autor del libro llegue a nosotros los lectores. O sea, palabras que son
como un puente entre él y nosotros.
2
Recuerdo nuestra reunión en Putaendo del año
2022, cuando en el atardecer de un sábado de octubre, en la pérgola, rodeados
de montañas y de los nenúfares que crecen en la pequeña laguna artificial, a la
hora en que el sol ya había desaparecido y la noche caía como una negrura
absoluta porque no había luna, Pancho nos leyó unos párrafos de lo que sería un
libro que estaba escribiendo, el que luego de unos meses ya se había convertido
en este ejemplar que comentamos hoy. La parte que recuerdo que nos leyó era esa
en la que él tendría unos ocho o nueve años, y en la clase de educación física
le cronometraban el tiempo que se demoraba en subir y bajar un pequeño cerro,
la oportunidad en que bajó tan rápido que hubo un momento en que ya no pudo
parar y terminó enterrado en unas zarzamoras, a punto de chocar con una reja de
fierro que le hubiera partido la cabeza en dos. Era 1971, primer año del
gobierno de Salvador Allende.
Un año después, o sea en el 2023, en una
entrevista que le hicieron a propósito del lanzamiento de Un puñado de cerezas, una periodista le preguntó cómo había
nacido este libro y él contestó lo siguiente: "Me gusta pensar que los
libros que escribo y decido publicar están dentro de uno desde no sé cuándo, y
ya no quieren seguir callándose la boca. Algo medio misterioso los hace sacar
el habla, encontrar la forma de decirse. Estuve los últimos veinte años dándole
vueltas a escribir sobre la revista Apsi. [...] El tiempo vivido ahí lo he sentido
siempre como muy importante y formador en mi vida. Pero no encontré nunca una
manera de hacerlo que me convenciera. El año pasado una amiga me preguntó si
estaba preparando algo a propósito de los 50 años del Golpe, y le dije que no.
Y esa misma noche reaparecieron en mi memoria episodios de mi infancia, los años
de universidad intervenida y censurada, las revistas donde hice periodismo, los
casi diez años en El Mercurio".
O sea, que esto es un libro de memorias. Y
como buen libro de memorias se narran en él hechos dolorosos y otros más
felices. Lo dulce y lo amargo de la propia vida.
El año pasado, poco antes de que el libro
estuviera impreso, y cuando ya Pancho me había pedido que hiciera una presentación
para leerla en nuestra reunión en Putaendo, cayó en mis manos La vía de la narración, un libro de Alessandro Baricco que comienza
así:
"Ocurre a veces que teselas concretas
de la realidad emergen del ruido blanco del mundo y se ponen a vibrar con una
intensidad particular, anómala. A veces es como un agradable aleteo. Otras
veces es como una herida que no quiere cerrarse, una pregunta que espera una
respuesta. Un día de caza, para un hombre prehistórico, o el destello de una
mirada ilegible en el metro, para nosotros. Allí donde se verifica esa
vibración, se genera un tipo de intensidad que, cuando perdura en el tiempo —superando el estatus del puro y simple
asombro—, tiende a organizarse
y a convertirse en una figura dibujada en el vacío. Se podría decir que, para
lograr una determinada permanencia, genera un campo magnético a su alrededor,
dotado de su propia geometría. A estos campos magnéticos singulares les damos
un nombre particular. Ese nombre es: historias.”
A mí me impresionó mucho esta idea tan
bellamente expresada y me dieron ganas de incluirla en la presentación que
estaba preparando, cosa que finalmente no hice porque la historia que me fue
naciendo me llevaba para otro lado, uno mucho más egocéntrico y auto referente.
Como la vida me ha dado una segunda oportunidad de hablar de este libro, lo
incluyo ahora y me pregunto qué teselas concretas de la realidad se pusieron a
vibrar en el Pancho escritor, e intento una respuesta no exhaustiva:
La realidad de las décadas de los 70s y 80s,
en Chile, contenía una buena dosis de ferocidad. Bueno, la realidad siempre es fiera,
inequitativamente fiera, pero tal vez, en esos años lo fuera con mayor
intensidad. La parte violenta de esos años estaba dada principalmente por el aparato
represor de la dictadura de Pinochet. Era como vivir mundos paralelos. O como
lo llamó una vez Nona Fernández en uno de sus libros: algunos vivían sin
grandes sobresaltos, en cambio otros habitaban en una dimensión desconocida. Al
interior de su familia acomodada nadie hablaba de muertos, ni fusilados, ni
detenidos desaparecidos, ni policía secreta, ni quema de libros. Afirmo que no
solo en su hogar reinaba el silencio frente a estos temas.
Su mirada trata de integrar los duros hechos
que vivíamos con otros momentos personales más amables y desenfadados.
La parte dulce de la vida era, por ejemplo,
cuando de niño jugaba con una pelota plástica en el enorme patio de su casa. O cuando
salía a andar en bicicleta, la que un día le robaron al dejarla estacionada a
la entrada del almacén de Metuaze mientras entraba a comprar. O cuando se
enamoró de una niña italiana, bellísima, compañera de curso, que viajaba en la
misma micro que él tomaba para llegar al colegio. O cuando, sobre arena
volcánica, una tarde, una chica joven, vendedora en la heladería y pastelería más
famosa de Pucón, le enseñó a besar sin miedo a quemarse de placer.
El vínculo con su abuela fue dulce al
principio, pero probablemente amargo al final. De niño
tenía una relación cercana e íntima con ella. En las tardes después de llegar
del colegio y almorzar, saltaba la reja vecina y llegaba a la casa de su abuela.
Conversaban, jugaban a las cartas, veían teleseries. Pero un día, ese vínculo, que
él sentía estrecho, se quebró irremediablemente. Como cuando en el tronco de un
árbol, se cavita una de las células que transportan agua y la columna que
asciende con el elemento vital se quiebra. El árbol continuará transportando
agua por otras células, pero esa, la cavitada, ya no servirá más.
En lo personal, este
libro me parece especialmente complejo, no porque su lectura sea difícil u
oscura, todo lo contrario, sino porque habría tantos hechos que comentar en
extenso.
Para no dejar de
mencionar a algunas de las personas que se han cruzado por su vida y han dejado
huellas en él, nombraré a María de Paine, quién sirvió en su casa durante sesenta o setenta años, y ahora, al
parecer, está en una tumba sin nombre en el cementerio de Paine. A Justino
Vásquez Muñoz, tío abuelo de su hija
mayor. Pancho dice: “Nunca escribí sobre el Tano y pude haberlo hecho, aunque
la información disponible no tuviera el respaldo de testigos ni consistencia
jurídica". A Eduardo Jara, joven estudiante de periodismo, militante del
MIR. Una tarde de 1980, lo secuestraron desde las puertas del Campus Oriente de
la Universidad Católica donde estudiaban. Lo llevaron al cuartel Borgoño, y a
una casa de seguridad en calle Obispo Orrego a dos cuadras de Irarrázaval.
Luego apareció asesinado. Jorge Peña Hen, músico al que fusilaron en La
Serena en octubre de 1973. A Rodrigo Rojas de Negri, joven fotógrafo que trabajaba
en la revista Apsi. Fue quemado vivo una tarde de protesta, junto a
Carmen Gloria Quintana. Luego ambos fueron abandonados a la orilla de un camino.
Carmen Gloria sobrevivió con gran parte de su cuerpo quemado, pero Rodrigo
murió a los pocos días.
3
Hay una tercera imagen que se me viene a la
mente después que “un puñado de cerezas” ha dejado de ser solo fruta fresca, o meras
palabras generosas, y es cuando al terminar de leer el libro llego a la última frase
de la última página. Entonces, “un puñado de cerezas” se me convierte en una
metáfora de la vida misma, que quiere dar cuenta de las experiencias vividas. La
vida como un puñado de cerezas. Hechos que de otra forma se hubieran perdido en
un pasado que muchos no conocieron. Una mirada que se hubiera perdido en el mar
infinito que es la mente del escritor.
***
Un puñado de
cerezas
Editorial: Overol
224 páginas.