La luz difícil, de Tomás González
En 1999, David estaba trabajando
en una pintura marina. Vivía en Nueva York con su esposa, Sara, y sus tres jóvenes
hijos: Jacobo, Pablo y Arturo. Por fin se dedicaba a su pasión, recorría los
parques y las playas buscando temas para sus paisajes. Le atraían los
objetos oxidados y cubiertos de algas, en la arena; fabricados por los hombres y después abandonados, donde él veía
reflejado ese abismo que es el paso del tiempo. Ya había pintado la espuma que
brotaba al moverse las aspas del motor de una embarcación. La luz se reflejaba muy
bien en las burbujas grandes y pequeñas, pero ahora debía esmerarse en el agua.
Pensaba que le había quedado superficial, falsa, y él quería que la luz reflejara
la profundidad abisal de ese sector, una profundidad que tal vez también
mostrara el vértigo que cualquiera siente ante la muerte. Consciente o inconscientemente,
el lienzo se iba impregnando de los momentos duros que pasaban él y su familia,
ya que fue el tiempo en que debieron afrontar la muerte asistida de su hijo
mayor, Jacobo, quien luego de un accidente automovilístico provocado por un
junkie borracho, sufría dolores cada vez más insoportables en su cuerpo parcialmente
paralizado.
Pero sus años en Nueva York
están convertidos ahora en recuerdos, y además, el tiempo le ha dado una perspectiva
reposada de esos hechos duros. Vive solo, a las afueras de La Mesa, una pequeña
ciudad colombiana, en una casa cuyo patio trasero da a un valle profundo y
amplio sobre el que planean hermosas aves carroñeras. Sí, las aves carroñeras
también pueden ser hermosas. Tiene setenta y ocho años, un estado de salud
bastante bueno, aunque se está quedando ciego. No puede pintar, a duras penas lee
y escribe, le están llegando los achaques de la vejez. Es capaz de percibir el
trato a veces condescendiente y otras veces abiertamente despectivo que se les
da a los ancianos. También a veces reflexiona sobre la soledad, especialmente ahora,
que los hijos se le han ido y Sara hace dos años que murió. Nos lo cuenta así:
“La gran soledad es como un lienzo
aparentemente vacío, engañosamente vacío. A las siete de la noche entré a la
casa y cerré puertas y ventanas, tanteando un poco los pestillos y las aldabas,
pues de noche mi visión empeora. Me senté en el sillón de cuero. Sentí frío y
fui a buscar el suéter grueso de alpaca que me dio Sara poco antes de venirnos
de Nueva York (cómodo, caro y bonito, como todo lo que regalaba). Me senté otra
vez en el sillón y me quedé inmóvil, tal vez treinta minutos. Entonces un
grillo empezó a cantar bellísimo, como si fuera la presencia de la Presencia,
en algún lugar de la sala. Son unos grillos oscuros, nocturnos, feos, con algo
de cucaracha y voz muy poderosa que no a todos gusta. Y mi gran soledad se
llenó de pronto con el universo entero."
La luz difícil podría ser esa pincelada sutil capaz de darle
profundidad a esa zona del mar que David está pintando. No es fácil dar
profundidad a las cosas. También podría referirse a una cualidad que el
escritor, Tomás González, intentó al escribir este libro, sería lo siguiente:
que la novela reflejara la profundidad
abisal de la muerte, cuando no, la del dolor también, pero que sea eso, luz no
oscuridad. Que la oscuridad admita un poco de luz para ser observada. Que siendo
oscuridad podamos observar lo que hay en ella. Y eso se logra con las dúctiles
palabras que sabrán decir, en manos hábiles, lo que es a la vez claro y oscuro.
Me parece que así son las manos de este escritor al narrar esta hermosa novela.
***
La luz
difícil
Editorial: Sextopiso
148 páginas.