La paciencia del agua sobre cada piedra, de Alejandra Kamiya

 

El título de este libro, La paciencia del agua sobre cada piedra, viene de un párrafo del cuento Los ensayos, donde la mujer protagonista está cuidando a su madre, una persona mayor, enferma y de temperamento difícil. De repente siente que necesita ayuda, entonces pide un recuerdo que la sostenga. El recuerdo es el siguiente: "Yo camino por el río con el agua por las rodillas, por los muslos. En el lecho hay piedras. Me subo a una gran roca, una especie de isla. Mi hijo juega en la orilla. La luz se mueve en el agua, entre las plantas, en su cara. La luz tiembla en gajitos sobre el agua. Hay bondad en cada cosa y puedo verla. El agua está fría y acaricia las piedras tanto que a todas las ha redondeado. Piedras que seguramente se desprendieron siendo filosas de las laderas de las sierras, triángulos llenos de bordes como cuchillos, puntas. Y la paciencia del agua fue una forma de amor hacia cada piedra".

Desgastar los bordes filosos hasta volverlos suave es trabajo del tiempo y de la paciencia. A eso también se le llama amor.

La metáfora que uno podría extraer de aquí es tan bella como la imagen que la sustenta. Así es el lenguaje con el que Alejandra Kamiya escribe sus relatos: bello, delicado, inesperado. La imagen me hizo recordar cuando la Valentina, mi hija, era chiquita. Estábamos paradas en el borde donde termina la playa y comienza el roquerío, mirando las olas del mar como reventaban en la orilla. Una roca solitaria sobresalía de la arena y el agua pasaba suavemente encima de ella, unas veces cubriéndola otras solo rodeándola. Me di cuenta de que la Valentina estaba absorta mirando el agua. Le pregunté qué era lo que estaba viendo y me respondió: "Mamá, como el agua abraza a la roca". Me parecieron tan amorosas y ajustadas sus palabras; a mí nunca se me habría ocurrido expresarlo de ese modo, pero sí, el agua abrazaba a la roca.  

 

Siete de dieciséis cuentos que componen este libro exploran las relaciones que las personas tenemos con los animales. En el cuento La garza me detengo ante este otro párrafo hermoso: “Cuando se echa a rodar una espera y no se topa con aquello que ansía, la espera sigue su camino: cuesta abajo se acelera, cuesta arriba a veces muere, copia la forma del terreno que no es otro que la vida, y si la vida es completamente lisa, la espera continúa por siempre como una rueda que gira sola en el vacío".

 

 Desde que era una niña hasta los veinte años, el deseo más sostenido de Valentina fue tener un perro. Valentina es hija única y a mí ese deseo me parecía razonable y hasta necesario, pero no se lo podía conceder. Mis motivos no eran tan importantes como los de ella, y ella lo necesitaba mucho, pero en esos tiempos oscuros no me sentía en condiciones de cuidar a una mascota, porque eso era lo que iba a pasar, iba a ser yo la que tendría que preocuparse de comprarle la comida, llevarla al veterinario, diariamente limpiar sus necesidades fisiológicas desparramadas en el patio, sacarla a pasear; por no decir que mi jardín, ese que tanto alegraba mis días, corría serio riesgo de desaparecer. Yo en esa época vivía abrumada de problemas, algunos reales, otros imaginarios —pero que pesaban en mí como reales—. No podía hacerlo, no podía dejarla tener un perrito. Hasta que cumplió veinte años y ella ya estaba en condiciones de hacerse cargo de la mascota que quería. El 30 de diciembre de 2022 a las 9 de la noche llegó la Moka, una cachorra mestiza color té con leche que tiene una mancha negra en su hocico y sufre de alergias alimentarias por lo que hay que comprarle comida hipoalergénica sin proteínas de pollo, pavo, salmón, antílope u otro animal raro. De más está decir que hoy la Moka es la alegría de la casa, un hogar que solía ser silencioso, pero ahora no tanto.  

 

La Moka se pone alegre cuando cada uno de nosotros llega desde sus respectivas obligaciones laborales o estudiantiles. Apenas nos ve llegar, espontáneamente y con exageración  nos mueve la cola, y nosotros sabemos con certeza que está contenta de vernos; salta encima de nosotros, nos muerde delicadamente la ropa, nos mete la nariz entre las piernas para que juguemos, y uno no puede sino darle palabras cariñosas y acariciarla un buen rato hasta que se sacia de nuestros arrumacos. Al año y medio que tiene, La Moka es una perra de tamaño mediano. Vive dentro de nuestra casa porque perdí la batalla para que viviera como los perros de antes, en el patio; es más, hasta podría decir que ahora yo vivo en la casa de la Moka.

La Moka es delicada cuando nos acompaña a comer en la mesa y quiere que le demos algún trocito de carne (de vacuno que es la única que puede comer). Suavemente y con discreción, pone su hocico sobre nuestras piernas haciendo una leve presión, como diciendo ¡hey! acuérdate que existo, que estoy aquí. Y lo deja allí, sobre el regazo, hasta que se nos ablande el corazón y le demos el trozo que ansía. Mi corazón es el más duro de todos; el de Ricardo es estricto, pero complaciente; y el de la Valentina, un dulce de algodón.

 

Es enérgica corriendo de esquina a esquina en el jardín y curiosa cuando saca su cabeza por entre los barrotes de la reja y se pone a mirar a todo el que camina por la calle. Ya es tan popular en el barrio que hay personas, de las más variadas edades, que se bajan de la micro en el paradero de la esquina y retroceden hasta mi casa solo para acariciarle la cabecita y saludarla. Ella se deja querer. Cuando llega la noche, se acuesta y duerme en la cama de la Valentina. Mientras fue cachorra no había ningún problema, pero ahora ocupa la mitad de la cama relegando a mi hija a una orilla, y sin almohada.

Le gusta la lluvia. La semana pasada la observé desde mi ventana, no es primera vez que lo hace. Se sienta bajo el cobertizo cuando la mampara que da al patio está abierta. Apoya la cola con las patas traseras flectadas y las dos delanteras bien estiradas. Y así, erguida se pone a mirar la lluvia. Pero no solo la mira, estira su hociquito hacia el cielo y huele. ¿Qué sentirá? No lo sé. La escucha, la mira, la huele, la examina con embeleso, concentradamente. Se queda ahí un buen rato, tranquilita, llena de una energía contemplativa.

La Moka es uno de esos lugares buenos donde llegar.

 

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La paciencia del agua sobre cada piedra

 Autor: Alejandra Kamiya

Editorial: Eterna cadencia

128 páginas.

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