Mundos habitados, de Roberto Merino

 

1965 fue para Roberto Merino el verano de las veredas calientes, las paletas de helado, de las niñas en bicicleta, de los niños en monopatín y de las revistas de La Pequeña Lulú compradas en el quiosco de la esquina. 1966, el año de la sopa de sémola, de la frescura ácida del yogurt de pajaritos y del aserrín esparcido en las baldosas de la panadería. 1973, de los viajes a la playa escuchando la radio, de las cartas amarillas de Nino Bravo y del golpe de Estado. 1977, de caminatas después de la lluvia por calles interiores en Providencia, de una cicatriz en la parte posterior de un muslo y de un dedo anhelante que la recorre.

 

Así, detalle a detalle, en Mundos habitados se va configurando este relato íntimo de los años de niñez y adolescencia del autor, donde su voz, la que le acompaña desde que comenzó a hablarle en el medio de un patio deslavado una tarde remota, reconstruye de manera analítica y atenta las manías, las incongruencias y el asentado clasismo de los adultos que circulaban a su alrededor.

En el último capítulo del libro, Roberto Merino hace una reflexión sobre la sensación de continuidad que le acecha constantemente desde que esa voz le habla. Una sensación de continuidad que se mantiene a pesar de que nuestras células y los átomos que nos forman van cambiando continuamente. Así creí entenderlo yo hace unos años cuando me dio por pensar en esa continuidad que creo es de la que habla Merino. ¿Cómo mantenemos la conciencia de unicidad de nosotros mismos si materialmente no somos los mismos?, si nuestras células se regeneran continuamente, muriendo unas y naciendo otras en su lugar. ¿Quién conserva la huella de unicidad o de esta sensación de continuidad de nuestra biografía? Me digo que son los recuerdos, que gracias a esos destellos de memoria somos continuidad. ¿Pero los recuerdos tienen un sustrato material o inmaterial? Y cuándo perdemos la memoria, ¿qué somos? La gente que sufre de Alzheimer, aquella a la que lentamente se le van diluyendo los recuerdos, ¿qué continuidad son?

 

El fin de semana recién pasado invité a una prima, la Ana, a almorzar a mi casa. Sin nada que nos distrajera nos quedamos conversando toda la tarde. Ella es hija de mi tía María Teresa, una de las dos hermanas de mi papá. Mi prima me mostró en su celular una foto que se tomaron hace unos días cuando fueron a dejar las cenizas de su papá, bajo un árbol, cerca de una playa, en el lugar exacto donde él manifestó su deseo de descansar para siempre. En la foto aparece mi tía con sus tres hijas, sus dos yernos, sus dos nietas y dos nietos. El tío murió hace un mes en el hogar de ancianos donde vivía, pues hace alrededor de diez años le detectaron Alzheimer.

El tío Tito era físicamente igual a Nino Bravo, por eso me acordé de él cuando Roberto Merino relata el viaje a Valparaíso escuchando canciones emblemáticas como "Te quiero, te quiero", “Noelia” y "Las cartas amarillas".

La tía Teruca, como le dicen todos en la casa, era y sigue siendo a sus sesenta y ocho años una mujer hermosa, parecida en su madurez temprana a Elizabeth Montgomery, la actriz que protagonizaba la serie que se transmitía en la televisión de los años ochenta, La Hechizada, pero en versión pelo oscuro. Mi tío era un hombre muy inseguro y muy celoso, de esos que abría las puertas de los closets buscando presuntos amantes. Hubo un tiempo en que mi tía la pasó muy mal por estas escenas. Yo me enteraba de los dramas a hurtadillas mientras mi mamá y mi tía conversaban tomándose un té. Con el pasar de los años, al tío se le fueron diluyendo esos celos enfermizos, tal vez, a la misma velocidad en que la enfermedad iba destruyendo las células de su cerebro. Mi tía lo ingresó en el hogar porque ya le fue imposible seguir cuidándolo. Ella una vez me contó que lo iba a ver todos los días, que a veces le ponía música, esa música que escuchaban cuando eran jóvenes y se enamoraron. Bailaban juntos, apretaditos, mejilla con mejilla, igual como lo hacían en esos años idos cuando el tío aún podía reconocerla.  

En el almuerzo del fin de semana, la Ana me contó una historia que hace las veces de la otra cara de la personalidad de su papá. Para que no vayan a creer que solo era un hombre celoso. La historia es la siguiente:

Hace unos veinte años, tal vez un poco más, un día tocaron el timbre de la casa y el tío salió a ver quién era. Detrás de él, salió la Andrea, mi otra prima, la menor de sus hijas que en ese entonces tendría unos diez años. Mi tío atendió a la mujer, quien le debe haber contado mil pellejerías porque luego de escucharla atentamente unos minutos, entró a la casa, sacó un billete, algo equivalente a cinco mil pesos de hoy y se lo entregó a la mujer. Mi prima chica bastante molesta le dijo a su papá que si acaso no se daba cuenta de que la mujer lo estaba engañando. Pero entonces el tío le respondió:

 

Y si es verdad. Si es mentira pierdo cinco lucas, pero, ¿y si es verdad que los necesita?

 

Como bien intuía mi prima, la mujer no volvió al otro día a la casa a devolverle la plata, perdió cinco lucas, pero hoy pienso que ganó un intangible que vale más que ese monto en dinero porque esa imagen, la de ese hombre, su padre, pensando que era mejor confiar y ayudar que ponerse a dudar de la necesidad de esa mujer, se le quedó clavada en la mente y en el corazón a ella y a sus hermanas. Con innumerables gestos como ese yo también recuerdo al tío. Cuando la Andrea, la niña de ese entonces, hoy una mujer, leyó hace unas semanas en su funeral unas palabras para despedirlo, entre otras cosas, lo recordó como el constructor de una vida completamente altruista, habló de él con respeto, con admiración y con cariño, reconociendo sus luces y sus sombras. Dijo que él había forjado lo más importante de la esencia de ella y sus hermanas. Nos regalaste, continuó, los motores de la vida: honestidad, amor, familia y una de las más grandes virtudes: nunca dejar de creer en las personas.

 

 Cuando yo recuerdo episodios de mi niñez, al igual que Roberto Merino, recuerdo las tardes calurosas del verano cuando iba a comprar helados de naranja al negocio de la esquina. Iba a pata pelá, con la plata empuñada en mi mano, corriendo y a saltitos para no quemarme los pies en las lozas calientes de las veredas a pleno sol, esquivando las piedrecillas y los trozos de vidrio que pudieran haber en el suelo. Yo no sé porqué iba a comprar descalza si tenía zapatos y si mi abuela me había advertido que me iban a doler los pies. Lo hacía tal vez por travesura, o porque sabía que había niños que andaban así por la vida y yo quería saber qué es lo que se sentía. Quería saber por qué yo me quemaba los pies y ellos no. Eso me hizo recordar este libro, que tiene en la cubierta una hermosa foto de unos niños encaramados arriba de un árbol, una foto de Sergio Larraín, el fotógrafo de los niños vagabundos que andaban sin zapatos recorriendo la ciudad a mediados de la década del cincuenta del siglo pasado.

Roberto Merino no tiene ningún recuerdo de él a pata pelá, me parece.

***

Mundos habitados

 Autor: Roberto Merino

Editorial: Literatura Random House

202 páginas.

 

Entradas más populares de este blog

Texto inicio temporada 2025

Cuentos completos, de James Salter

Cuál es tu tormento, Sigrid Nunez