Diario de Japón, María José Ferrada
Este Diario de Japón es la experiencia de María con lo japonés, sobre todo con escritores japoneses,
pero es más que esto. Discúlpenme, soy demasiado sintética. Para mí, Japón es
un país lleno de contrastes donde conviven la naturaleza bucólica y la ciudad enajenada.
El deseo de aislamiento y el de apertura al mundo. Lo zen y lo neurótico. En
todas las sociedades están presentes estos contrastes, no sé por qué cuando
pienso en Japón y cuando María nos abre este Diario, las contradicciones se me
hacen tan grandes.
Para escribir este comentario, primero traté de
detenerme en el más absurdo de uno de estos dos extremos. Juro que lo hice, pero
no pude resistirlo. El libro de María José Ferrada, en cambio, permite
atravesar el alma japonesa de manera más sutil. Por ejemplo, yo traté de pensar en quienes estaban
detrás de esos relojes que se detuvieron en el momento exacto en que explotó la
bomba en Hiroshima ese 6 de agosto de 1945, a las 8:15, causando tanto
sufrimiento en las personas que lo padecieron. Fue como si me hubiera asomado a
un abismo. Lo mismo cuando explotaron los reactores nucleares de la central de
Fukushima luego del terremoto del 2011. Lo mismo cuando pienso en las ciudades
hiper tecnologizadas, hiper productivas y neuróticas de las sociedades modernas
sean japonesas o no. Un abismo. De solo pensarlo me dolía. Y me vuelve a doler incluso
en este momento cuando escribo estas líneas. En alguna parte de mi cuerpo se había alojado una congoja
que me impregnaba toda. Recordé, entonces, unas palabras que Kenzaburo Oé pone
de relieve en uno de los capítulos de su libro Un amor especial, cuando nos cuenta de su trabajo junto al doctor Shigeto en el Hospital
de la Bomba Atómica de Hiroshima, unas palabras que le habían sido dadas por el
profesor Kazuo Watanabe. La idea es la siguiente: ante las acciones de la
humanidad “ni demasiada esperanza ni demasiada desesperación”. Con estas palabras en la mente salí a caminar por
un parque cercano a mi casa, para liberar la angustia que se había apoderado de
mí, respirando y exhalando tranquila y conscientemente, tratando de que la opresión
que sentía en el pecho se disipase. Insisto,
no me sucedió esto cuando leía Diario de Japón sino cuando traté de pensar en los japoneses y lo que habían vivido.
No pude seguir escribiendo hasta el día siguiente
cuando me posicioné en la otra esquina del péndulo. Entonces apareció la imagen
de la naturaleza con sus ciclos y su, en cierta forma, sabiduría. En todo caso,
su belleza. Por ejemplo una noche fría cuando la luna llena aparece detrás de
unas nubes y su luz se refleja en la nieve blanquísima, o unas copas frondosas
pero de hojas rojas de Acer japonicum en el otoño, o en primavera, una avenida larga plantada de cerezos en
flor.
Del Diario de Japón me gustaría rescatar el siguiente episodio. María lo relata más o
menos así: Un hombre sube a un vagón, al mismo vagón entra una niña de unos
trece o catorce años, quien se sienta cerca del hombre. La niña parece una
campesina con su peinado en forma de hojas de ginkgo, sus mejillas un poco
resecas y un pañuelo sobre sus rodillas. En su mano aprieta fuerte el boleto de
tercera clase. El tren atraviesa túneles y luego vuelve al aire libre. El
hombre trata de leer un periódico para olvidar la presencia de la niña.
Entonces la realidad abre una fisura. La niña forcejea con la ventana, pero el
vidrio es pesado y apenas puede moverlo, las manos de la niña tienen sabañones.
Después de varios intentos la ventana cede y se abre. El hombre tose y la
muchacha saca la cabeza. El tren entonces pasa por un arrabal, donde tres niños
de mejillas rojas lo esperan, son pequeños y llevan ropas viejas. La muchacha
se asoma por la ventana y ve a los niños, luego desata el pañuelo que lleva
sobre las piernas y saca de él media docena de mandarinas que lanza por la
ventana. Los niños levantan las manos y las cogen, gritando. Unas mandarinas
vuelan sobre sus cabezas e iluminan la tarde.
Esta breve imagen se cuela en una fisura de la
realidad, nos dice María. Lo entiendo así: De pronto una imagen real o ficticia
resplandece, no durará lo que verdaderamente duró sino que esta realidad
emergida de la fisura está destinada a permanecer en el tiempo.
Les voy a contar un secreto: más o menos en la
época en que yo nací, los municipales plantaron en la vereda al frente de mi
casa un árbol de Robinia
pseudoacacia de esos que la gente llama Falso acacio. Fue
creciendo y con los años acumulando madera y ramas hasta transformarse en un ejemplar
robusto y luminoso. Si doy crédito a las investigaciones de fisiólogos vegetales,
en sus raíces crecían en simbiosis unas bacterias que eran capaces de convertir
el nitrógeno inerte del aire en nutrientes, por esto el árbol era capaz de
crecer en suelos pobres y estériles, en todo caso lo hacía como lo hacen todas
las leguminosas de su familia. Su tronco había acumulado unos quince años de
anillos de crecimiento y en las últimas primaveras ya formaba unos racimos de
flores blancas tan olorosas como lilas o jazmines. La niña que yo era en ese
entonces, a veces saltaba bajo el árbol hasta sacar de sus ramas bajas alguna de
sus hojas compuestas para luego deshojar sus foliolos pensando en el chico que le
gustaba y recitando el juego del “me quiere mucho, poquito, nada; me quiere
mucho, poquito, nada” hasta que solo quedaba
el último foliolo de la punta. Me ponía triste si la última palabra era “nada”
y contenta si quedaba con “me quiere mucho”.
Cuando yo tendría unos doce, o tal vez quince años —el árbol y yo íbamos creciendo al mismo
tiempo—, una rama grande se desganchó y bloqueó la calle. Desde la
municipalidad vinieron a despejar la vía y, aún hoy no me explico por qué comenzaron
a cortarle la rama caída y otras ramas que estaban sanas. Fue tanto mi
desconcierto que desesperada les grité algo, no recuerdo qué, y me entré corriendo
a la casa, me senté en el sillón del living y escuché el rugido de la
motosierra que reducía a mi árbol hasta quedar nada. Yo sentía a ese árbol como
a un compañero de juegos o un amigo. Aún hoy, no entiendo por qué yo sentía
eso. Creo que mi familia tampoco entendía qué me pasaba. En todo caso los
motosierristas me dejaron de recuerdo dos tocones gruesos que se supone me
servirían de asientos, aún los conservo en mi jardín, pero tengo encima de
ellos unos maceteros con plantas. Me pregunto por qué nunca he podido olvidar a
ese árbol.
En la universidad donde trabajo actualmente crece
en una de las laderas del cerro, un bosquecillo de estas Robinias y en la primavera cuando
corre brisa, los pétalos caen como flotando en el aire. Los cerezos en flor
japoneses me recuerdan a estos árboles y cuando en primavera desde mi árbol
llovían pétalos blancos.
Diario de Japón
Autor: María José Ferrada
Editorial: Seix
Barral
187 páginas.